La pesadilla recurrente en cada
sueño, la ruta desolada y el sol maléfico no
daban tregua. Los días, horas, minutos y segundos, que no se apresuraban en su
paso, iban devastando poco a poco el templo corporal de ese hombre que alguna vez albergó
magia. Habían perdido sentido las historias de aventuras que se disponía a
contar con los pantalones arremangados y la mirada fija en el horizonte, sentado
sobre algún cajón de cervezas, que atraía a un público de todas las edades y permanecía horas intrigado sobre el fascinante relato. No había destellos
de esos bigotes tan prolijamente peinados, que más de un joven admirador intentaba
mantener a duras penas para ser como su héroe. Su contextura de roble y su
altura extremadamente por encima de lo normal, ya no podían imaginarse
pertenecientes a aquel anciano encorvado que arrastraba los pies por
la tierra sin intención de mayor esfuerzo. Su olor a vino y menta, sus manos
perfectas que lo podían todo, desde crear fuego con hojas verdes y una roca,
hasta increíbles recogidos en los cabellos más rebeldes; su respiración tosca,
sus ojos infinitos, su sonrisa deslumbrante, su presencia apaciguadora, su voz
gruesa pero amable, todo se fue desvaneciendo. La guitarra pintada a mano por un
tatuador que conoció en una aldea de Mauritania, su más preciada y valiosa posesión, había sido
obsequiada a un joven transeúnte, horas después de su última presentación en las
costas griegas de Santorini.
Se encaminaba con un sólo rumbo, sumergido en el desierto de su alma, aquel cuerpo
vacío, un envoltorio sacudido por la fiebre del dolor y la ruina del
corazón.
Frenó de golpe, ya no era necesario seguir caminado. Se encontraba frente a aquel cerco de madera tan familiar, desdichado por las décadas pasadas desde la última mano de pintura, que él recordaba como si hubiera sido ayer, cuando junto a los ojos de sirena que amó toda su vida, pasó un atardecer arreglando. Había conocido ciudades ocultas, playas desiertas en las que no se distinguía la diferencia entre el color del mar y del cielo, su piel abrazó la nieve en valles de arcoíris, acampó semanas enteras bajo el terror de la jungla durmiendo a pocos metros de animales feroces, visitó laberintos de los edificios más modernos y meditó en la tranquilidad alrededor de tribus milenarias. Había recorrido el mundo con una paciencia de hormiga y la humildad necesarias para saborear la inmensidad del mundo y dar cuenta de su propia insignificancia. Observó paisajes con los que tantos pintores sueñan deleitarse algún día, pero supo que, el verdadero paraíso, era esa casita. Esa pequeña construcción de dos plantas con ventanas color miel, con una puerta de adobe decorada por lucecitas navideñas todo el año, con habitaciones de pocos muebles y olor a lavanda, con sus ventanales inmensos que derribaban la privacidad, con su galería que conduce a la bahía y con el aire que se respiraba gracias a la presencia de aquella incandescente muchacha, que supo ser la única que se arrancó lágrimas de sus ojos duros y oscurecidos por la tristeza.
Frenó de golpe, ya no era necesario seguir caminado. Se encontraba frente a aquel cerco de madera tan familiar, desdichado por las décadas pasadas desde la última mano de pintura, que él recordaba como si hubiera sido ayer, cuando junto a los ojos de sirena que amó toda su vida, pasó un atardecer arreglando. Había conocido ciudades ocultas, playas desiertas en las que no se distinguía la diferencia entre el color del mar y del cielo, su piel abrazó la nieve en valles de arcoíris, acampó semanas enteras bajo el terror de la jungla durmiendo a pocos metros de animales feroces, visitó laberintos de los edificios más modernos y meditó en la tranquilidad alrededor de tribus milenarias. Había recorrido el mundo con una paciencia de hormiga y la humildad necesarias para saborear la inmensidad del mundo y dar cuenta de su propia insignificancia. Observó paisajes con los que tantos pintores sueñan deleitarse algún día, pero supo que, el verdadero paraíso, era esa casita. Esa pequeña construcción de dos plantas con ventanas color miel, con una puerta de adobe decorada por lucecitas navideñas todo el año, con habitaciones de pocos muebles y olor a lavanda, con sus ventanales inmensos que derribaban la privacidad, con su galería que conduce a la bahía y con el aire que se respiraba gracias a la presencia de aquella incandescente muchacha, que supo ser la única que se arrancó lágrimas de sus ojos duros y oscurecidos por la tristeza.
Esperó lo que fue una eternidad.
Había repasado una y otra vez ese momento en su cabeza, los pensamientos le
carcomían hasta el recuerdo de respirar, y cada tanto se sobresaltaba al
saberse sin aire. Cargó con paciencia y por quinta vez sus pulmones, cerró sus
ojos despacio y subió con dificultad la minúscula escalerilla que conducía a la entrada.
Tocó a la puerta, sabiendo que existían más de quince escenarios distintos con
los que se podía topar; los había analizado uno por uno, anotándolos en un
cuaderno que guardaba junto al estuche de su guitarra, practicando la ensayada respuesta
que daría ante cada uno de ellos. Quizás se sorprendería con alguno inimaginado,
supuso más de una vez, lo que daría lugar a la improvisación. Aunque bien en el fondo
sabía que mantener la cordura no era una osadía fácil, ya que aquello
determinaba un momento esperado hace veinticinco años, de modo que tanta preparación probablemente resultara ineficaz. Además, le fallaban los reflejos que caracterizaron al
personaje de leyenda que solía ser en la juventud. Los años se le cayeron
de sopetón y la fatiga acentuaba cada arruga en las facciones de su rostro. Oyó
pasos, el corazón se le quería salir, “no es hora de otro infarto” retó al órgano, quien obediente decidió callarse cuando la puerta se entreabrió. Unos ojos blancos como platos de una joven
de unos 20 años abordó a ese anciano que la miraba con el ceño fruncido. Él se
presentó, pero ella nunca había oído de su nombre, ni el de la mujer por la que
preguntaba.
Soy Mc.-
Soy Mc.-
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