Una vez más cargué mi mochila al hombro y emprendí viaje
para vivir una experiencia de la mano del más grande, de Dios. Esta vez se
trata de una “misión”. Si bien no estaba muy al tanto de lo que realmente
significaba esto de misionar, la propuesta de vivir una semana santa diferente no
dejó de llamarme la atención en ningún momento y decidí arrojarme de lleno a
ver de qué se trataba.
El miércoles santo nos encontramos 170 misioneros en el
punto de partida, donde aguardaban tres colectivos que nos llevarían nuestros
destinos, en los cuales iríamos a pasar los siguientes cuatro días. Las
primeras horas transcurridas de viaje aprovechamos para conocernos entre todos
mediante juegos y canciones. Una vez que los colectivos nos dejaron a dos grupos
en Capitán Solari, mientras el tercero iría al Paraje 48 en La Escondida, empezó
la bienvenida y saltamos contentos, cantando y bailando aunque aún sin saber
qué nos esperaba.
Llegó el jueves, primer día en el que debíamos salir a
misionar. Y yo pensaba, si bien antes en reuniones informativas nos explicaron
de qué se trataba… ¿qué puedo ir a decir yo? ¿Qué busco transmitir, qué llevo a
esta gente que iré a visitar? Las dudas no dejaban de colarse en mi cabeza.
Matías, mi compañero de misión me preguntó si estaba lista y realmente no sabía
qué responder, aunque atiné a esbozar un débil “sí”. Y empezó la aventura.
Es muy loco recordarlo, porque fue tan fácil, desde que
golpeamos la puerta de la primera casa que nos tocó, ya que nos recibieron de
la mejor manera, y las palabras comenzaron a salir. Todos los miedos, las dudas, incertidumbres,
desaparecieron. Les contábamos que fuimos allí con el Movimiento de la Virgen
de Schoenstatt y que la llevábamos a María y a Jesús para que visite a esa
familia, a esas personas, cada una con su realidad, con sus alegrías y
tristezas, sean de la religión que sean, crean o no en Dios. Y nosotros éramos
simples misioneros, que buscábamos compartir un momento con ellos,
acompañarlos, demostrarles con nuestro testimonio, que más que palabras son
acciones, que vean que seguir a Dios es posible, en un mundo como el de hoy,
que no tenemos miedo al admitir que estamos en este camino y que sobre todo,
los invitamos a formar parte de eso.
Así fueron transcurriendo los días, en los que
conocíamos nuevas familias, nuevos corazones y nuevas historias de vida, pero
no sólo la gente del pueblo, sino además a los compañeros misioneros. Jóvenes
que también dieron su “SÍ”, que quizás como el mío, estaba un poco dudoso al
principio, pero al fin y al cabo aceptaron este desafío de arriesgarse por lo
distinto. Dejaron una semana santa en la cual podrían haber disfrutado del
feriado haciendo algún viaje o compartiendo con amigos, y se animaron a salir
al encuentro con aquellas personas que probablemente no hayan visto en sus vidas,
para llevarles un mensaje de amor, que supone amar al pobre, al que nos
rechaza, al necesitado. Porque la realidad hoy nos cuestiona cómo podremos amar
a quien nos trata mal, a alguien que ni siquiera conocemos, y sin embargo
nosotros vamos en contra de eso, probando que sí se puede, que así lo vivimos
durante esos días.
Y no sólo demostramos eso, sino que también aprendimos algo
diferente de cada una de las personas que tuvimos la oportunidad de conocer.
Porque al dar, sin darnos cuenta, es más lo que recibimos. Dimos amor, cariño,
contención, y recibimos el doble.
Al llegar el domingo, surgió en mi el interrogante…
¿ahora cómo sigo? Fue así como pude darme cuenta, que el fin de esa primera
misión para mí, era en realidad el comienzo, el inicio de mi misionar en la
vida. A partir de ese día, me propuse ser una misionera en el día a día, en la
cotidianidad, con mi familia, mis amigos, mis conocidos. Porque llevar este
mensaje del amor de Dios a quienes no conocíamos, en realidad constituía la
parte más fácil. Lo difícil, es hablar de Él en nuestros ambientes, con los más
cercanos. Y aunque cueste, de ahí sale la propuesta, allí está la verdadera
invitación.
Ante todo, lo que más me llamó la atención de lo vivido
esos días y llenó mi corazón de alegría, fue ver la gran cantidad de jóvenes
que estamos en este mismo camino. Jóvenes que al igual que yo entienden cuán
duro es hablar de Dios a esta edad, hoy en día, en un mundo en el que ser
católico para muchos es sinónimo de vergüenza, burla o incomodidad. Pero acá
estamos, no somos pocos y tampoco tememos admitir lo que creemos.
Nadamos a contracorriente y soñamos con que este mundo
en el que reinan el egoísmo y la individualidad se vuelva un poco más humano,
más amoroso. Que volvamos a pensar en las necesidades del otro, nos olvidemos
de la violencia y de pisotear a los demás en beneficio propio.
Sabemos que quizá este camino no sea el más fácil, y
muchas veces nos encontramos con trabas, pero sin embargo, eso no nos impide seguir
adelante, confiando, y con la certeza de que este es el camino más lindo y vale
la pena optar por él.
Se me dio por plasmar acá este texto que escribí para mis compañeros misioneros en recuerdo a la experiencia vivida en la Semana Santa pasada.
Soy Mc.-
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