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Algunas veces soy eso que la gente dice, otras no.-

lunes, 16 de junio de 2014

Ser misionero

Una vez más cargué mi mochila al hombro y emprendí viaje para vivir una experiencia de la mano del más grande, de Dios. Esta vez se trata de una “misión”. Si bien no estaba muy al tanto de lo que realmente significaba esto de misionar, la propuesta de vivir una semana santa diferente no dejó de llamarme la atención en ningún momento y decidí arrojarme de lleno a ver de qué se trataba.
El miércoles santo nos encontramos 170 misioneros en el punto de partida, donde aguardaban tres colectivos que nos llevarían nuestros destinos, en los cuales iríamos a pasar los siguientes cuatro días. Las primeras horas transcurridas de viaje aprovechamos para conocernos entre todos mediante juegos y canciones. Una vez que los colectivos nos dejaron a dos grupos en Capitán Solari, mientras el tercero iría al Paraje 48 en La Escondida, empezó la bienvenida y saltamos contentos, cantando y bailando aunque aún sin saber qué nos esperaba.
Llegó el jueves, primer día en el que debíamos salir a misionar. Y yo pensaba, si bien antes en reuniones informativas nos explicaron de qué se trataba… ¿qué puedo ir a decir yo? ¿Qué busco transmitir, qué llevo a esta gente que iré a visitar? Las dudas no dejaban de colarse en mi cabeza. Matías, mi compañero de misión me preguntó si estaba lista y realmente no sabía qué responder, aunque atiné a esbozar un débil “sí”. Y empezó la aventura.
Es muy loco recordarlo, porque fue tan fácil, desde que golpeamos la puerta de la primera casa que nos tocó, ya que nos recibieron de la mejor manera, y las palabras comenzaron a salir.  Todos los miedos, las dudas, incertidumbres, desaparecieron. Les contábamos que fuimos allí con el Movimiento de la Virgen de Schoenstatt y que la llevábamos a María y a Jesús para que visite a esa familia, a esas personas, cada una con su realidad, con sus alegrías y tristezas, sean de la religión que sean, crean o no en Dios. Y nosotros éramos simples misioneros, que buscábamos compartir un momento con ellos, acompañarlos, demostrarles con nuestro testimonio, que más que palabras son acciones, que vean que seguir a Dios es posible, en un mundo como el de hoy, que no tenemos miedo al admitir que estamos en este camino y que sobre todo, los invitamos a formar parte de eso.
Así fueron transcurriendo los días, en los que conocíamos nuevas familias, nuevos corazones y nuevas historias de vida, pero no sólo la gente del pueblo, sino además a los compañeros misioneros. Jóvenes que también dieron su “SÍ”, que quizás como el mío, estaba un poco dudoso al principio, pero al fin y al cabo aceptaron este desafío de arriesgarse por lo distinto. Dejaron una semana santa en la cual podrían haber disfrutado del feriado haciendo algún viaje o compartiendo con amigos, y se animaron a salir al encuentro con aquellas personas que probablemente no hayan visto en sus vidas, para llevarles un mensaje de amor, que supone amar al pobre, al que nos rechaza, al necesitado. Porque la realidad hoy nos cuestiona cómo podremos amar a quien nos trata mal, a alguien que ni siquiera conocemos, y sin embargo nosotros vamos en contra de eso, probando que sí se puede, que así lo vivimos durante esos días.
Y no sólo demostramos eso, sino que también aprendimos algo diferente de cada una de las personas que tuvimos la oportunidad de conocer. Porque al dar, sin darnos cuenta, es más lo que recibimos. Dimos amor, cariño, contención, y recibimos el doble.
Al llegar el domingo, surgió en mi el interrogante… ¿ahora cómo sigo? Fue así como pude darme cuenta, que el fin de esa primera misión para mí, era en realidad el comienzo, el inicio de mi misionar en la vida. A partir de ese día, me propuse ser una misionera en el día a día, en la cotidianidad, con mi familia, mis amigos, mis conocidos. Porque llevar este mensaje del amor de Dios a quienes no conocíamos, en realidad constituía la parte más fácil. Lo difícil, es hablar de Él en nuestros ambientes, con los más cercanos. Y aunque cueste, de ahí sale la propuesta, allí está la verdadera invitación.

Ante todo, lo que más me llamó la atención de lo vivido esos días y llenó mi corazón de alegría, fue ver la gran cantidad de jóvenes que estamos en este mismo camino. Jóvenes que al igual que yo entienden cuán duro es hablar de Dios a esta edad, hoy en día, en un mundo en el que ser católico para muchos es sinónimo de vergüenza, burla o incomodidad. Pero acá estamos, no somos pocos y tampoco tememos admitir lo que creemos.
Nadamos a contracorriente y soñamos con que este mundo en el que reinan el egoísmo y la individualidad se vuelva un poco más humano, más amoroso. Que volvamos a pensar en las necesidades del otro, nos olvidemos de la violencia y de pisotear a los demás en beneficio propio.

Sabemos que quizá este camino no sea el más fácil, y muchas veces nos encontramos con trabas, pero sin embargo, eso no nos impide seguir adelante, confiando, y con la certeza de que este es el camino más lindo y vale la pena optar por él.


Se me dio por plasmar acá este texto que escribí para mis compañeros misioneros en recuerdo a la experiencia vivida en la Semana Santa pasada.

Soy Mc.-

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