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Algunas veces soy eso que la gente dice, otras no.-

viernes, 22 de enero de 2016

Lo que será.

El café espumoso y con mucha crema, como tanto le gustaba, la observaba fijamente. “¿Por qué, Lucía? ¿Habrá de ser lo correcto?” Eran las 9,30 de la mañana, pero el calor veraniego en la costa de Barra entraba a los empujones por los recovecos abiertos de aquel bar. A pesar del sol, era una mañana triste, tanto como sus ojos. Sus iris color cielo se habían complotado con el firmamento para afligir cada corazón que esa mañana se dirigía a la playa deseoso de disfrutar aquel paraíso.
Evitaba tomar el café, para no disminuir el tiempo que le quedaba allí, en su adorado sillón de felpa color turquesa, frente a la sencilla mesa ratona de algarrobo, con su florero amarillo lleno de margaritas dispuesto en el centro, junto a la ventana en forma de círculo que proporcionaba una vista perfecta a la parte sur, la más bella de la playa. Las margaritas las traía ella cada mañana, luego de su matutina caminata a la playa y de paso por casa de la señora Brunna, quien le permitía arrancar tres o cuatro de su plantación, las que no se encontraban lo suficientemente sanas como para sobrevivir más de unos días. A la hora de su café con medialunas de las 10,30, encontraba aquel sagrado espacio vacío, esperando por ella, como si le perteneciera.
Ese sábado era inusual, lo sabían desde Robel, su gran confidente, quien cada mañana dejaba junto al florero (todavía vacío) un piropo distinto escrito en el anotador de los pedidos, que Lucía leía divertida antes de colocar las flores en el recipiente, hasta Luana, Carlos y João, el dueño de la tienda. Robel conocía bien a su amiga, de modo que a juzgar por el semblante y la temprana aparición de Lucía, lo mejor era no preguntar.
En la cabeza de la muchacha se libraba una carrera a toda velocidad. Las ideas iban y venían, el miedo, la duda, la prisa, la calma. Un enjambre de sentimientos encontrados le revolvía el estómago y le impedía tomar ese café tan especial, el motor que recargaba de alegría sus baterías diarias. No aguantó más, tuvo que apresurarse hacia el baño, para echar por el retrete toda su angustia de una sola arcada.
Cuando se repuso, fue hacia la puerta de entrada, lanzando una mirada desorientada a Robel, quien con un gesto llamó a Carlos para que atendiera su mesa, y corrió hacia ella. Lucía le indicó que se retiraba con un suave ademán y señaló el dinero en la mesa. El muchacho, asustado pero comprensivo, asintió con la cabeza y besó la frente de aquella joven de rostro risueño que llenaba de luz aquel olvidado bar de segunda.
Una vez en la vereda, emprendió regreso. El camino hacia su hogar, que siempre le resultaba demasiado corto y alegre, se volvió una interminable pesadilla. Olvidaba las calles, confundía casas y perdía el eje a los pocos metros. El malestar volvía a encenderse en su vientre y ardía junto al dolor que aprisionaba sus entrañas. A cada paso que daba, le resultaba más difícil continuar, sabiendo y sintiendo en todo el cuerpo el peso de lo que estaba a punto de hacer.
Se detuvo frente al umbral de su pequeña casa, una modesta pero ciertamente bella construcción de una planta, con un simpático jardín en el frente, portón blanco en forma de cerca y grandes ventanales. Era el hogar de sus sueños, y recién en ese entonces cayó en la cuenta de cuánto adoraba aquel lugar, cuando antes estaba segura de que no permanecería allí mucho tiempo.
Los cinco años vividos en aquel moderno pueblo de Brasil habían sido los mejores de su vida. Junto a su amado habían logrado establecerse allí durante ese tiempo, debido a los gratos servicios prestados a la Fuerza Aérea por parte de su esposo, a quien le otorgaron un plazo mayor al debido para ejercer funciones especiales en la Dirección General de Inteligencia. Comenzaron desde cero una vez más, luego de tantos destinos variados: Austria, Grecia, Polonia, Ecuador. Lejos de su natal Argentina, de sus afectos y de los amigos que había dejado en cada lugar donde vivieron, Lucía por primera vez comenzaba a sentirse como en sus años de adolescencia, libre y segura, siendo ella misma con el mundo, viviendo sin preocupaciones y dejando pasar los días con tranquilidad armoniosa. Imaginar en volver a construir su vida una vez más la destruía por dentro, pero las lágrimas no salían aún, las tenía guardadas para el momento culminante.
Oyó pasos que se acercaban a la puerta, y una vez abierta, sus rostros se encontraron. Ese joven de melena dorada y escandalosamente turbulenta, de ojos dulces color esmeralda, de sonrisa inmensa y dientes de roble, seguía reflejado en aquel hombre canoso rapado al ras, con ojos cansados y cuatro líneas de expresión bien marcadas en la frente, que la miraba fijo y paciente. Lo seguía amando. Y lo haría por siempre. La observó con extrañeza y se hizo a un lado para que entrara. Lucía no esperó más.
— Vengo a decirte algo muy importante, Pedro. Necesito que me escuches y no me interrumpas. Estoy enamorada de este lugar, no puedo irme contigo. Quiero decir, ya no puedo seguirte. No puedo continuar mutando mi vida y amoldándome a tus necesidades. Sé que te dije que te seguiría hasta donde el viento nos lleve, pero en este momento hay algo más que me ata a quedarme aquí y tener una vida normal. No puedo, lo siento.
— ¿Qué es eso que te ata a este lugar?
— La verdad, es que conocí a un hombre. Y me iré a vivir con él. Tú podrás seguir viviendo tu sueño de viajar por el mundo y seguir escalando en lo más alto de tu carrera, como te lo propusiste. Creo que nuestros caminos se bifurcaron, queremos cosas distintas. Ya no te acompañaré en este viaje.
Pudo ver el dolor en sus ojos, la daga de la traición que le atravesaba el pecho.
— Y dime, Lucía, ¿este hombre en verdad te ama?


•••


Sintió la piel entumecida, como si hubiera estado inconsciente un buen rato. El sudor descendía por su frente y corrió al baño, acelerada por la urgencia de las recurrentes náuseas prenatales, por la gravedad de las mentiras que guardaba en su interior y por el plan que estaba llevando a cabo para librar a su esposo de aquello que él consideraba un tormento y algo innecesario para su perfecta vida. En el sueño no resultó como lo esperaba y el temor por algún desenlace terrible le helaba la sangre.
Cuando se casaron, tan felices y embriagados de amor, se propusieron llevar una vida de juventud eterna, de incontables destinos y aventuras de las cuales sólo ellos dos serían los protagonistas. Irían a tantos lugares como le encomendasen a Pedro y disfrutarían las maravillas que esconden los tesoros perdidos en cada historia, cada casa, cada restaurante, cada esquina y lugar que les toque pisar. Desistieron de la idea de formar una familia en el momento que se juraron amor eterno.
Esta luz que empezó a crecer en su vientre hace dos meses, pero que ella recién descubrió una semana atrás, formó parte de un error de cálculo que nunca debía haber ocurrido, pero que ya cometido, hizo que toda idea de acabar con aquel corazón que empezó a latir junto al suyo se disipara inmediatamente de los pensamientos de Lucía. Amaba a ese diminuto ser que quiso ser fruto de un amor tan desmedido como el de ella y Pedro, a pesar de que no fue buscado.
Sin embargo, conocía bien a su esposo. Tal como se conocía a su antigua ella antes de haberse derretido cuando oyó un doble bip a través del monitor de la ecografía; sabía que en un pasado, ella estaría de acuerdo con él en no tenerlo.
Es por eso, que había optado por convencerlo de que tenía un amante, la única opción ante la que su marido no intentaría todo lo posible para lograr emprender viaje juntos una vez más. Pedro se alejaría para siempre de ella, sería feliz con su vida de brigadier, y ella podría criar a su hijo como una madre soltera. Era la mejor alternativa, aunque no la menos dolorosa. Entendía que ahora su existencia ya no giraba en torno al amor de toda su vida, al hombre de su adolescencia, con el que soñaba todas las noches y amaba de la misma manera que hace 15 años, sino que absolutamente todo, hasta lo más pequeño, se lo debía a su hijo.
Se lavó la cara y se asomó lentamente hacia la cocina, que para su asombro estaba vacía, ya que Pedro siempre la esperaba para desayunar antes de sus ejercicios de la mañana. Abriendo paso hacia la heladera para buscar un poco de leche, encuentra pegada a la botella una nota, que decía: “hasta aquí llegamos”. E inmediatamente, el miedo la invadió por completo. Aterrorizada, pensando cómo su marido pudo haberla descubierto, y cuán enojado estaría, se apresuró a desplomarse en la silla antes que caer al suelo. En la mesa, había una segunda nota, que decía: “ve a la sala”. No podía imaginar por qué la estaba torturando así, ni qué discurso preparar para la hora del enfrentamiento. Totalmente pálida y aterrada, arrastró los pies hasta la habitación de al lado donde Pedro la esperaba de pie.
Atinó a decir algo, pero su marido colocó el dedo índice sobre los labios para indicarle que callara. Le tendió la mano, que Lucía, aún desconcertada, tomó. Fueron hacia el balcón, ella intentando adivinar las expresiones de aquel hombre que se mostraba totalmente frío, como si en aquel momento no pudiera correr una gota de transpiración por su cuerpo. Lo primero que pudo distinguir es algo raro en el cielo y, acomodándose las gafas para ver mejor, notó que se trataba de un avión de reacción. El mismo, acababa de garabatear un mensaje que decía nuevamente: “hasta aquí llegamos”.
Cuando volvió la mirada, vio a su esposo de rodillas, sonriente, hermoso, expectante. Recién pudo notar que llevaba su uniforme de gala, una chaqueta azul, camisa celeste y pantalón también azul. Incluso en ese instante en que ella desvió la mirada hacia el mensaje en el cielo, logró ponerse el fantástico sombrero blanco que lo hacía lucir como un príncipe.
— He pensado mucho en todo esto. En el tiempo que ha pasado, las decisiones que tomamos y todo lo que vivimos en estos 15 años de amor. Nunca te vi tan feliz en otro lugar como aquí, tu corazón no quiere partir hacia el nuevo destino. Me di cuenta de que perteneces a este lugar, a pesar de que yo no lo sienta así conmigo.
— Pedro, yo…
— Sin embargo, yo pertenezco a donde tú pertenezcas. Siempre has aceptado los caminos que nos trazó la vida y cumplimos la promesa de vivirlos juntos. Me seguiste hasta donde nos llevó el viento. Y hasta aquí llegamos. Siempre fuimos diferentes a las demás parejas, y dijimos que no queríamos eso para nosotros. Pero últimamente veía en tus ojos el deseo por algo más, por aquello que antes no estábamos dispuestos a ceder, de dejar que nuestro amor sea más grande que sólo tú y yo. Eso hizo nacer en mi el mismo deseo. Y francamente, he descubierto que todo lo que tú quieras, lo querré por igual. Porque mi destino eres tú. Porque te amo.
Lucía logró esbozar un rápido pero muy sentido “te amo”, antes de arrojarse a los brazos de su amado, y que una vez más se revuelva su estómago y largase de una vez por todas aquello que tenía guardado en su alma, y que finalmente sería cierto.


Soy Mc.- 

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