El mes de agosto iba llegando a
su fin, mientras que yo huía mentalmente de lo que eso significaba. Pensaba: no
quiero que se cumpla un año del peor día de mi vida.
Esa tarde del sábado 3 de
septiembre, me encontraba una reunión del grupo juvenil de la Iglesia, cuando
una chica dice: “Quiero pedir por Ignacio Maeder, que me acaban de avisar que
tuvo un accidente”.
Yo no entendía nada.
Salgo al pasillo para llamar por
teléfono, quizás mi mamá sabría algo. Sin tener idea de qué pasaba, una voz de
alerta empezó a sonar en mi corazón, me heló la sangre y llorando, pude apenas
articular: “Mamá, por favor, averiguá que pasó con Ignacio, me acaban de decir
que tuvo un accidente”. Acto seguido llamo a Franco, que me confirma: “Tuvo un
accidente jugando al rugby, le agarró un paro cardiorespiratorio en la cancha y
lo llevaron de urgencia para operarlo. Es grave Mc”.
Y es verdad eso que dicen en las
películas, cuando sucede lo inesperado, lo terrible, y un sentimiento de
desolación te sacude por dentro: todo se desvanece.
La desesperación, la
incertidumbre, la distancia hasta Rosario… cómo irme hasta allá para estar
cuanto antes, para estar cerca tuyo. Todo era demasiado fuerte como para poder
tragar saliva sin que me pesara. Nada me tranquilizaba, nada calmaba mi
ansiedad, nada dispersaba las ganas de teletransportarme para estar al menos en
el mismo edificio que vos.
Ese es el momento en el que uno
se imagina lo peor. Es así. Nuestro mecanismo funciona para pensar en lo más
terrible que pudiera suceder. Y yo, debo admitir, también lo pensé. No podía
concebir la idea de que no formaras parte de mi presente, porque en todo lo que
viví, estuviste vos. Una constante en mi vida era saber que a cualquier momento
del día, podías caer a casa a visitarme, para estudiar, tomar mates, o
simplemente charlar, hacernos de psicólogos, irnos por las ramas y nunca
terminar de contar algo (nuestra especialidad), que me cocines porque yo no sé
a cambio de vaciarme la heladera. Y que el irte a Rosario no había cambiado las
cosas, ya que cada vez que venías para Resistencia esa costumbre se repetía.
Charlas interminables por teléfono, cagadas a pedo, y un número importante de
peleas boludas que, como buenos hermanos de distintas madres que somos, duraban
menos que un suspiro. Esa es la vida que llevamos desde la adolescencia y de la
que no me imaginaba prescindir.
Pero el miedo se apoderaba. El
miedo y la incertidumbre. Sé que todos los que te amamos tuvimos el corazón en
vilo durante esas horas, que parecían interminables. Temía perder esa parte
fundamental de mi vida, mi mejor amigo, mi confidente, mi mitad, mi hermano. Recurrí
a lo que más sé en momentos tanto felices como tristes, rezar. Aún tenía miedo,
sí, esa parte tan humana y tan equivocada nuestra que a pesar de decir confiar
en Dios, no lo hace; entendí entonces que ese miedo no se iría a desvanecer,
sino que se trataba, únicamente, de confiar. Confié con mucha fuerza, y entendí
entonces que Dios sabía qué hacer.
Recuerdo mi locura desenfrenada
por irme, por tomar el próximo cole a Rosario. No me dejaron. Tuve que esperar
hasta el lunes para verte. Recuerdo también que lloré todo lo que debía acá,
para darte fuerzas al momento de verte. Y qué equivocada estaba, que quería
darte fuerzas yo, y vos me las terminaste dando a mi. Después de la locura de
esos dos días de tanto dolor, dudas, los más amargos y difíciles hasta ahora,
en ese momento en que pude ver tus ojos llenos de luz, irradiando esperanza,
fue cuando entendí todo.
Dijiste que ayer se cumplió un
año de vida, y es así. Porque ese 3 de septiembre, en el que yo vi un accidente
que me devastó, uno de los peores días de mi vida, vos -nuevamente vos- con tu
grandeza, me hiciste dar cuenta que ese fue el día en que te salvaste. Ese 3 de
septiembre fue el día que Dios te dijo: “hoy no, porque tenés tanto para dar a
este mundo Ignacio, y vas a seguir acá por mucho tiempo más”.
Todos los días nos enseñás un
poco más, a los que te amamos, y a los que no te conocen pero que les tocaste
el corazón con tu fortaleza, con tu esperanza, con tu entrega y sobre todo, con
tu amor.
¡Sos inmenso! No por algo te
sienta tan bien el apodo “Torre”.
Te amo hermano. Sigue el
aprendizaje, sigue la lucha. Pero que no te quepa duda, que de ella saldrás
victorioso.
*Para Ignacio, de Mc.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario