El café espumoso y con mucha
crema, como tanto le gustaba, la observaba fijamente. “¿Por qué, Lucía? ¿Habrá de ser lo correcto?” Eran las 9,30 de la mañana, pero el calor
veraniego en la costa de Barra entraba a los empujones por los recovecos abiertos
de aquel bar. A pesar del sol, era una mañana triste, tanto como sus ojos. Sus iris color cielo se habían complotado con el firmamento para afligir cada
corazón que esa mañana se dirigía a la playa deseoso de disfrutar aquel paraíso.
Evitaba tomar el café, para no disminuir
el tiempo que le quedaba allí, en su adorado sillón de felpa color turquesa, frente
a la sencilla mesa ratona de algarrobo, con su florero amarillo lleno de margaritas dispuesto en el centro, junto a la ventana en forma de círculo que proporcionaba
una vista perfecta a la parte sur, la más bella de la playa. Las margaritas las
traía ella cada mañana, luego de su matutina caminata a la playa y de paso por
casa de la señora Brunna, quien le permitía arrancar tres o cuatro de su plantación, las que no se
encontraban lo suficientemente sanas como para sobrevivir más de unos días. A
la hora de su café con medialunas de las 10,30, encontraba aquel sagrado espacio
vacío, esperando por ella, como si le perteneciera.
Ese sábado era inusual, lo sabían
desde Robel, su gran confidente, quien cada mañana dejaba junto al florero (todavía
vacío) un piropo distinto escrito en el anotador de los pedidos, que Lucía leía
divertida antes de colocar las flores en el recipiente, hasta Luana, Carlos y João,
el dueño de la tienda. Robel conocía bien a su amiga, de modo que a juzgar por
el semblante y la temprana aparición de Lucía, lo mejor era no preguntar.
En la cabeza de la muchacha se libraba
una carrera a toda velocidad. Las ideas iban y venían, el miedo, la duda, la
prisa, la calma. Un enjambre de sentimientos encontrados le revolvía el
estómago y le impedía tomar ese café tan especial, el motor que recargaba de
alegría sus baterías diarias. No aguantó más, tuvo que apresurarse hacia el baño, para echar por el retrete toda su angustia de una sola arcada.
Cuando se repuso, fue hacia la
puerta de entrada, lanzando una mirada desorientada a Robel, quien con un gesto llamó a Carlos para que atendiera su mesa, y corrió hacia ella. Lucía le indicó que
se retiraba con un suave ademán y señaló el dinero en la mesa. El muchacho,
asustado pero comprensivo, asintió con la cabeza y besó la frente de aquella
joven de rostro risueño que llenaba de luz aquel olvidado bar de segunda.
Una vez en la vereda, emprendió
regreso. El camino hacia su hogar, que siempre le resultaba demasiado corto y
alegre, se volvió una interminable pesadilla. Olvidaba las calles, confundía
casas y perdía el eje a los pocos metros. El malestar volvía a encenderse en su
vientre y ardía junto al dolor que aprisionaba sus entrañas. A cada paso que
daba, le resultaba más difícil continuar, sabiendo y sintiendo en todo el
cuerpo el peso de lo que estaba a punto de hacer.
Se detuvo frente al umbral de su
pequeña casa, una modesta pero ciertamente bella construcción de una planta,
con un simpático jardín en el frente, portón blanco en forma de cerca y grandes
ventanales. Era el hogar de sus sueños, y recién en ese entonces cayó en la
cuenta de cuánto adoraba aquel lugar, cuando antes estaba segura de que no
permanecería allí mucho tiempo.
Los cinco años vividos en aquel moderno pueblo de Brasil habían sido los mejores de su vida. Junto a su amado
habían logrado establecerse allí durante ese tiempo, debido a los gratos
servicios prestados a la Fuerza Aérea por parte de su esposo, a quien le
otorgaron un plazo mayor al debido para ejercer funciones especiales en la Dirección
General de Inteligencia. Comenzaron desde cero una vez más, luego de tantos
destinos variados: Austria, Grecia, Polonia, Ecuador. Lejos de su natal Argentina, de
sus afectos y de los amigos que había dejado en cada lugar donde vivieron, Lucía por primera vez comenzaba a sentirse como en sus años de adolescencia,
libre y segura, siendo ella misma con el mundo, viviendo sin preocupaciones y dejando pasar los días con tranquilidad armoniosa. Imaginar
en volver a construir su vida una vez más la destruía por dentro, pero las
lágrimas no salían aún, las tenía guardadas para el momento culminante.
Oyó pasos que se acercaban a la
puerta, y una vez abierta, sus rostros se encontraron. Ese joven de melena dorada y
escandalosamente turbulenta, de ojos dulces color esmeralda, de sonrisa inmensa
y dientes de roble, seguía reflejado en aquel hombre canoso rapado al ras, con
ojos cansados y cuatro líneas de expresión bien marcadas en la frente, que la miraba fijo y paciente. Lo
seguía amando. Y lo haría por siempre. La observó con extrañeza y se hizo a un
lado para que entrara. Lucía no esperó más.
— Vengo a decirte algo muy
importante, Pedro. Necesito que me escuches y no me interrumpas. Estoy
enamorada de este lugar, no puedo irme contigo. Quiero decir, ya no puedo
seguirte. No puedo continuar mutando mi vida y amoldándome a tus necesidades.
Sé que te dije que te seguiría hasta donde el viento nos lleve, pero en este
momento hay algo más que me ata a quedarme aquí y tener una vida normal. No
puedo, lo siento.
— ¿Qué es eso que te ata a este
lugar?
— La verdad, es que conocí a un hombre.
Y me iré a vivir con él. Tú podrás seguir viviendo tu sueño de viajar por el
mundo y seguir escalando en lo más alto de tu carrera, como te lo propusiste.
Creo que nuestros caminos se bifurcaron, queremos cosas distintas. Ya no te
acompañaré en este viaje.
Pudo ver el dolor en sus ojos, la
daga de la traición que le atravesaba el pecho.
— Y dime, Lucía, ¿este hombre en
verdad te ama?
•••
Sintió la piel entumecida, como
si hubiera estado inconsciente un buen rato. El sudor descendía por su frente
y corrió al baño, acelerada por la urgencia de las recurrentes náuseas
prenatales, por la gravedad de las mentiras que guardaba en su interior y por
el plan que estaba llevando a cabo para librar a su esposo de aquello que él
consideraba un tormento y algo innecesario para su perfecta vida. En el sueño
no resultó como lo esperaba y el temor por algún desenlace terrible le helaba
la sangre.
Cuando se casaron, tan felices y
embriagados de amor, se propusieron llevar una vida de juventud eterna, de
incontables destinos y aventuras de las cuales sólo ellos dos serían los
protagonistas. Irían a tantos lugares como le encomendasen a Pedro y
disfrutarían las maravillas que esconden los tesoros perdidos en cada historia,
cada casa, cada restaurante, cada esquina y lugar que les toque pisar.
Desistieron de la idea de formar una familia en el momento que se juraron amor
eterno.
Esta luz que empezó a crecer en
su vientre hace dos meses, pero que ella recién descubrió una semana atrás,
formó parte de un error de cálculo que nunca debía haber ocurrido, pero que
ya cometido, hizo que toda idea de acabar con aquel corazón que empezó a latir
junto al suyo se disipara inmediatamente de los pensamientos de Lucía. Amaba a
ese diminuto ser que quiso ser fruto de un amor tan desmedido como el de ella y
Pedro, a pesar de que no fue buscado.
Sin embargo, conocía bien a su
esposo. Tal como se conocía a su antigua ella antes de haberse derretido cuando
oyó un doble bip a través del monitor de la ecografía; sabía que en un pasado,
ella estaría de acuerdo con él en no tenerlo.
Es por eso, que había optado por
convencerlo de que tenía un amante, la única opción ante la que su marido no
intentaría todo lo posible para lograr emprender viaje juntos una vez más.
Pedro se alejaría para siempre de ella, sería feliz con su vida de brigadier, y
ella podría criar a su hijo como una madre soltera. Era la mejor alternativa,
aunque no la menos dolorosa. Entendía que ahora su existencia ya no giraba en
torno al amor de toda su vida, al hombre de su adolescencia, con el que soñaba
todas las noches y amaba de la misma manera que hace 15 años, sino que
absolutamente todo, hasta lo más pequeño, se lo debía a su hijo.
Se lavó la cara y se asomó lentamente
hacia la cocina, que para su asombro estaba vacía, ya que Pedro siempre la
esperaba para desayunar antes de sus ejercicios de la mañana. Abriendo paso
hacia la heladera para buscar un poco de leche, encuentra pegada a la botella
una nota, que decía: “hasta aquí llegamos”. E inmediatamente, el miedo la invadió por completo. Aterrorizada,
pensando cómo su marido pudo haberla descubierto, y cuán enojado estaría, se
apresuró a desplomarse en la silla antes que caer al suelo. En la mesa, había
una segunda nota, que decía: “ve a la sala”. No podía imaginar por qué la
estaba torturando así, ni qué discurso preparar para la hora del
enfrentamiento. Totalmente pálida y aterrada, arrastró los pies hasta la
habitación de al lado donde Pedro la esperaba de pie.
Atinó a decir algo, pero su
marido colocó el dedo índice sobre los labios para indicarle que callara. Le
tendió la mano, que Lucía, aún desconcertada, tomó. Fueron hacia el balcón,
ella intentando adivinar las expresiones de aquel hombre que se mostraba
totalmente frío, como si en aquel momento no pudiera correr una gota de
transpiración por su cuerpo. Lo primero que pudo distinguir es algo raro en el
cielo y, acomodándose las gafas para ver mejor, notó que se trataba de un avión
de reacción. El mismo, acababa de garabatear un mensaje que decía nuevamente: “hasta
aquí llegamos”.
Cuando volvió la mirada, vio a su
esposo de rodillas, sonriente, hermoso, expectante. Recién pudo notar que
llevaba su uniforme de gala, una chaqueta azul, camisa celeste y pantalón también
azul. Incluso en ese instante en que ella desvió la mirada hacia el mensaje en
el cielo, logró ponerse el fantástico sombrero blanco que lo hacía lucir como
un príncipe.
— He pensado mucho en todo esto.
En el tiempo que ha pasado, las decisiones que tomamos y todo lo que vivimos en
estos 15 años de amor. Nunca te vi tan feliz en otro lugar como aquí, tu
corazón no quiere partir hacia el nuevo destino. Me di cuenta de que perteneces
a este lugar, a pesar de que yo no lo sienta así conmigo.
— Pedro, yo…
— Sin embargo, yo pertenezco a
donde tú pertenezcas. Siempre has aceptado los caminos que nos trazó la vida y
cumplimos la promesa de vivirlos juntos. Me seguiste hasta donde nos llevó el
viento. Y hasta aquí llegamos. Siempre fuimos diferentes a las demás parejas, y
dijimos que no queríamos eso para nosotros. Pero últimamente veía en tus ojos
el deseo por algo más, por aquello que antes no estábamos dispuestos a ceder,
de dejar que nuestro amor sea más grande que sólo tú y yo. Eso hizo nacer en mi el mismo deseo. Y
francamente, he descubierto que todo lo que tú quieras, lo
querré por igual. Porque mi destino eres tú. Porque te amo.
Lucía logró esbozar un rápido pero muy sentido “te amo”, antes de arrojarse a los brazos de su amado, y que una vez más se revuelva su estómago y largase
de una vez por todas aquello que tenía guardado en su alma, y que finalmente
sería cierto.
Soy Mc.-